sábado, 4 de febrero de 2017

SÁBANAS DE PAPEL






Todas las mañanas, muy temprano, tendían al Sol secretos inconfesables, soledades compartidas y frustraciones laborales de habitación de hotel. Encontrarse en ese escenario de antenas viejas, tejados rotos y ecos lejanos de ciudad, fue la válvula de escape a una realidad que, ninguna de las dos mujeres, reconocía como suya. El cesto de pinzas, el barreño de ropa recién lavada y las manos estropeadas de hacer camas en las que nunca dormirían, eran sus herramientas de trabajo comunes y su principal tema de conversación hasta que intimaron.

   
 Todas las mañanas, muy temprano, se sentaban muy juntas y fumaban el primer cigarro matutino. Era el mejor momento del día. Cada bocanada de humo, cada palabra compartida, volvía a restablecer la confianza que cada día perdían después de despedirse. No lograban acostumbrarse a esos sentimientos confusos, no acertaban a describir lo que les pasaba. El tiempo se detenía en aquella terraza y después, todo sucedía en otro tiempo que no era el suyo sino el de los demás. Cada vez se hacían más insoportables las horas que transcurrían entre un tiempo y otro.

  
 Todas las mañanas, muy temprano, caminaban con los sueños detenidos, se cambiaban de ropa, limpiaban, sudaban, volvían a vestirse y regresaban a sus casas para repetir lo mismo pero con sus maridos.

  
 Todas las mañanas, muy temprano, se decían que dejarían de hacerlo, que ya no tenían edad para trabajar de esa manera, que ya no tenían edad para dejar a sus maridos, que ya no tenían edad.

  
 Una mañana, muy temprano. Una de ellas tendió una hoja de papel escrito junto a una de las sábanas y se sentó a fumar junto a su amiga. Ninguna de las dos apartó los ojos de la hoja de papel mecida por el viento con letras inseguras que iban y venían sobre sus ojos cansados. Antes de despedirse, la otra, descolgó la hoja de papel y guardó la pinza roja que la sostenía en su delantal. Cuando se dijeron adiós apretaba la pinza dentro de su bolsillo con la mano tensa. Con la otra mano, en el otro bolsillo, apretaba la hoja de papel que su amiga había escrito para ella.

  
 Esa noche, muy tarde, tras leer atentamente y a escondidas de su marido la hoja de papel escrita que su amiga tendió junto a las sábanas. Sacó de su cajón una vieja libreta de hacer cuentas, arrancó una hoja en blanco, escribió en ella algo que le pareció mentira pero que en lo más profundo sabía era muy de verdad, se enjugó dos lágrimas que estuvieron a punto de mojar sus letras, suspiró varias veces, miró por la ventana otras tantas, se observó desde fuera como si ella fuese una actriz de esas películas que tanto le gustaban y sonrió para dentro.

   
 A la mañana siguiente, muy temprano, mientras su amiga tendía una sábana más, ella colgó con una pinza verde su hoja de papel escrito con el corazón latiéndole tan fuerte que le temblaba en las venas. Fumaron y ambas volvieron a mirar sólo el papel con su vuelo detenido por la pinza verde.

  
 Aquello se convirtió en una costumbre, así que al final de la cuerda del tendedero, ahora colgaban también sus sábanas de papel.

   
 Todas las mañanas, muy temprano, el pequeño tramo de hojas escritas iba creciendo. Las pinzas de colores que los sujetaban también. Cuando ambas desaparecían de la terraza para continuar con sus trabajos, una parte del tendedero quedaba vacía y sus bolsillos llenos, unos de pinzas, otros de hojas de papel escrito.

   
 Todas las mañanas, muy temprano, con sus cigarros encendidos soñaban sentadas frente a sus sábanas de papel que harían viajes y se hospedarían en hoteles donde les harían las camas, que ya no se ocuparían de nadie que no fueran ellas, que vivirían en sus propios tiempos para siempre.

    
Todas las mañanas, muy temprano, los mismos sueños, las mismas promesas, las mismas despedidas...

    
Pero una mañana, muy temprano, desde las ventanas del hotel, y en la acera de la entrada al edificio, y a lo largo de la calle; clientes, y empleados, y gente que pasaba por allí pudieron observar una extraña lluvia de hojas de papel, como si alguien, desde muy alto hubiese abierto una jaula de pájaros alocados que, en silencio, iban estrellándose contra fachadas, toldos, sombrillas, coches y cualquier objeto o persona que obstruyese su camino. Si mirabas hacia arriba se adivinaba entre los rayos de sol, apareciendo y desapareciendo, dos cabezas y cuatro manos, y hojas, y más hojas, que ahora subían y sobrevolaban los tejados de la ciudad impulsadas por el viento como una lluvia hacia arriba de palomas mensajeras. Luego comenzaron a llover piezas de tela, dos delantales, dos camisas, dos faldas, dos sujetadores, cuatro calcetines, dos bragas, parecían alfombras voladoras que al caer se sostenían en el aire un tiempo hasta quedar desparramadas sobre la calzada.

Autor: Juana Espín.

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