jueves, 21 de febrero de 2013

EL CAMPANARIO.



Andrés aprendió muy rápido a leer los labios de la gente. No importaba si estaban a un paso o a diez pasos o a veinte pasos. Mientras le alcanzaba la vista, Andrés era capaz de leer los labios de la gente y adivinar lo que estaban hablando. Por eso, cuando era pequeño y obedecía a todo lo que su madre le mandaba, se ponía los dos en la ventana que  daba a la calle y espiaban a la gente.
¿Y ésa, Andrés, qué dice ésa?
Y Andrés la mayoría de las veces era fiel a las conversaciones, otras veces, cuando ya estaba aburrido, se las inventaba y creaba en su madre algunas dudas y remordimientos que tardaban días en olvidar.
La vida de Andrés siempre estuvo un poco apartada. Estuvo es esa frontera que podría decirse que era el margen, pero, por dentro, todavía formando parte de la vida de los demás, la vida que vulgar e injustamente se cree que es la normal. No se alejó de nadie voluntariamente, pero su falta de audición le había hecho vivir de otra manera. Dejó, por ejemplo, de asistir a las clases que daba el maestro en la vieja escuela donde todos habían cursados sus escasos estudios, porque según decía al encerrarse en el aula, el maestro tenía la manía de decir siempre las cosas más importantes cuando estaba de cara a la pizarra y, por lo tanto, le impedía leerle los labios y seguir el ritmo de la lección. Y como al hablar solía gritar un poco y no quería llamar la atención, decidió que no iría nunca más.
El hijo del tabernero le llevaba los apuntes que él cogía en clase para que Andrés no dejara nunca de aprender cosas. Durante el día, pues, el único quehacer de Andrés era esperarle can ansiedad.
Su madre se hartó de que su hijo de mantuviese siempre en ese margen que podría considerarse junto en la frontera y la llevó a casa del cura. Lo puso delante de él, muy cerca, dio un paso atrás y dijo:
-Ahí lo tiene que puede hacer con él.
Y en ese momento el cura se acercó a Andrés, que todavía no era ni hombre ni tampoco niño, y le dijo al oído:
-Tong, tong, tong.
Y su madre no entendía nasa, pero Andrés, que necesitaba siempre pocas palabras para comprender, comprendió. A los días se vio arriba del campanario, con una cuerda entre las manos, cogiendo aire, apretando la cuerda entre las manos y tirando y escuchando, lo más fuerte que había escuchado nunca, la hora que él mismo estaba dando: con su fuerza, con su ánimo, con su esfuerzo.
Y Andrés, de pronto, se vio con el tiempo en las manos. Pero literalmente. Cuando cogía la cuerda gruesa que con fuerza atraía hacía sí, sentía que estaba ahí, es sus manos, el tiempo, que podía tocarlo, que, si quería, podía soltarlo, o agarrarlo para siempre, o dejarlo suspendido, podía hacer con él lo que quisiera. Llegaba la hora en punto y cogía la cuerda como si no quisiera soltarla nunca y cerraba los ojos decía: “No voy a tirar, no voy a tirar de ella, nunca van a ser las tres”. Pero siempre había una energía superior y un sentimiento de responsabilidad que le hacía dar la hora, valga la redundancia, a la hora. Y cuando llegaban los cuartos cogía la cuerda y decía: “Un minuto más tarde, voy a hacer un minuto tarde, o dos, o los que a mí me apetezca, y nadie se dará cuenta porque el tiempo me pertenece a mí y a nadie más”. Pero siempre obedecía a algo que tenía dentro y repicaban las campanas cuando debían hacerlo.
Pero la tentación de detener el tiempo no cesaba.  Y una noche se acercaron dos muchachos, un chico y una chica, al campanario. Asomaron con timidez sus cabezas y a bien seguro se iba a espantar en verlos. Después de pedirle disculpas ahogando su nerviosismo, le preguntaron si podía ir atrasando, durante la hora que quedaba, los cuartos. Sólo un rato de nada, en cada cuarto, un poco más tarde. Se lo pedían con entusiasmo y apasionamiento: “Que sea la hora más larga del día.” Y brillaban sus ojos de ilusión, comprendiendo que Andrés se disponía a aceptar. Necesitaban pasar más tiempo juntos y llegar tarde les parecía a ambos una locura, teniendo en cuenta que, en su responsabilidad, estaba todo en juego para que el padre de la chica aceptara la proposición de matrimonio del chico. Andrés, que esperaba con ansia, como cuando llegaba el hijo del tabernero con un montón de hojas escritas, el momento de encontrar una razón de peso para violar el tiempo a su antojo, aceptó. Y no lo hizo por los chicos, lo hizo egoístamente por él, por el poder que le había dado su sordera. Así, en cada cuarto retrasó un poco y aquella noche todos los amantes del pueblo pudieron disfrutar de su amor unos minutos más. Después de pasar aquella hora, Andrés se sintió feliz.
Y se sintió feliz las demás veces que lo hizo, porque aquello se convirtió en una costumbre que, aunque casi todo el pueblo conocía, todos mantenían en secreto. Se empezaba a decir por algunos ambientes que Andrés modificaba, sobre todo por las noches cuando el tiempo no importaba tanto, según él, modificaba los cuartos por petición de sus vecinos. Así que aquella noche, como algunas noches anteriores a aquélla y Andrés lo sabía, se acercó el chico que le propuso la insólita petición. El hijo del tabernero. Se había dado cuenta que llevaba varias noches merodeando el campanario, sin atreverse a entrar nunca, siempre solo, alguna que otra vez discutiendo consigo mismo en voz baja, cambiando la dirección de sus pasos, ahora aquí y rápidos, ahora allá lentos y finalmente marchándose a casa. Esa actitud de su amigo, a Andrés, le desconcertaba, sin poder darle una explicación.
Así que por fin se acercó Julián, que así se llamaba el hijo del tabernero, decidiéndose a subir solo al campanario. Le pidió si podía atrasar la última hora. Andrés le pregunto para qué. Y Julián no supo qué contestar, pues había subido solo al campanario. Se sentó allí mismo, sin preguntar nada, como si en aquella pregunta de Andrés hubiera descubierto algo que hasta el momento desconocían Quizá no se había hecho esa pregunta, quizá simplemente quería comprobar lo que se siente al parar el tiempo, al decir, no, ahora no. Que todo esté en paz, que todos crean que es una hora y es otra.
Miró Andrés y le pareció ver en su rostro que no hacía falta una respuesta, le pareció que Andrés conocía bien esa sensación que él tenía, ese deseo creciente y ambiguo y confuso. No venía acompañado de la joven, como algunas ocasiones anteriores, no parecía que nadie le esperara en casa, no tenía prisa, no tenía tiempo, no tenía nada y, sin embargo, aquella noche deseaba que fuera más larga por alguna razón que no sabía ni podía darle ni reconocerse. Miró de nuevo a Andrés que se había sentado a su lado, lo miro de frente sabiendo que, sin leer los labios y en aquella oscuridad, la comunicación sería complicada.
-No sé, -dijo Julián- no sé por qué te quiero, pero te quiero.
Julián lo dijo gritando un poco, tal vez no era demasiado tarde para las explicaciones, y ese preciso instante, Andrés se levantó para dar el primer cuarto.
Ambos sonrieron agradecidos y complacientes, se sintieron en deuda el uno en el otro.
Y Andrés lo tenía muy claro. Lo tenía tan claro que no quiso decirlo por miedo a equivocarse, aunque estaba seguro de que no era así. Cerró los ojos y se acercó a la cara de Julián que se ruborizaba en la penumbra. Confiaba en aquella intuición que tenía con Julián, porque también era conocedor de su nombre, confió en aquello que los unía más allá de las palabras que sonaban, siempre tan lejanas, tan débiles, en sus oídos como en otro lugar. Cerró los ojos y esperó. Tenían el tiempo parado entre ambas manos y a Andrés le pareció buena idea esperar en silencio. Julián se le acercó y le beso un ojo, después le beso el otro. Después le acarició las orejas con los labios. Y después se acercó a sus labios y dijo muchas gracias y, con la eme de muchas, con ese gesto tan íntimo, besó su boca, la boca de Andrés, y sintió más que nunca que el tiempo les pertenecía a los dos, que fue en ese segundo cuando el tiempo quedó suspendido de veras y no antes, con el abandono de la cuerda.
Después del silencio que nadie sabría decir cuánto tiempo duró puesto que el tiempo era invisible entonces, se levantaron y subieron a lo alto del campanario. Andrés le cogió de la mano y le hizo tirar fuerte de la cuerda, la hizo sentir lo que era poner de nuevo en marche el tiempo, la vida. Después mientras todavía vibraba en el ambiente la campanada, Julián miraba a Andrés, a su perfil, apoyado en una de las paredes del campanario, miraba a su perfil dándole silenciosamente las gracias mientras los dos miraban el pueblo desde lo alto.
Lo miraba Andrés y se imaginaba a Julián caminando por todos esos lugares, ocultando para siempre la eternidad de un momento detenido, ocultando aquello imposible que les unía para siempre o para un rato, todavía no se podía saber. Pero sabían que se querían.
Andrés volvió a confiar en esa comunicación que distaban tanto de las palabras y le dijo a Julián que se marcharan juntos, que se olvidaran de las ataduras, del miedo, de la incomprensión, del rechazo. Que vivieran. Julián le pregunto a donde le gustaría ir.
Como si supiera lo que él le estaba confesando en silencio. Como si fuera posible aquello en lo que Andrés confiaba ciegamente. Lo preguntó porque intuyó en sus ojos el deseo de volar hacia otras tierras, hacia alguna que su amor de construyera con libertad. Pero Julián no se había puesto delante de Andrés y no había podido leerle los labios y descifrar su mensaje. Y comprendió que todo el paisaje que estaban viendo desde arriba lo separaba de Andrés. Y quiso ponerse delante del paisaje, para que Andrés no pudiera ver el paisaje, sino verlo a él, estar por encima de todo lo que les rodeaba. Y volvió a repetírselo. En ese instante se volvieron a besar sin detener el tiempo.
 

    Ilustración Alberto Pancorbo.

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